«Las ruinas del viejo «Bahía» de Ruiz»
El viaje de Bravonel empezó en Mazatlán el domingo 23 de diciembre del 2018 a las 5 de la mañana en un autobús AD, sólo con una maleta, un cambio de ropa, un desodorante, una botella de colonia, unos huaraches, un short y una playera color limón, el celular y su cargador y muchas ganas de ver el pueblo, la cercana nochebuena lo limitaba en tiempo, pues el regreso sería otro día por la mañana. El autobús pasó bajo el puente de Urías, por el penal, el aeropuerto y pronto estaba cruzando el puente de Villa Unión, Bravonel le dió un sorbo al vaso de café preparado en casa, luego se tomó las pastillas para la hipertensión, vió la hora mientras el autobús entraba al distribuidor de la autopista Mazatlán-Durango-Mazatlán-Tepic, reclinó el asiento y se dispuso a dormitar, a lo lejos se quería hacer presente la claridad de la mañana. Durmió un rato y despertó el vehículo hacia parada en el pueblo de Rosario, subieron algunos pasajeros y el transporte reanudó su marcha hacia el sur, pronto estuvieron en Escuinapa y volvió a subir pasaje, algunos bajaron, el camión volvió a tomar la autopista, el sol comenzaba a pintar de oro los campos, Bravonel volvió a ver la hora, eran las seis de la mañana, escribió algunos versos en la agenda del cel y otra vez dormitó, de repente despertaba y oía el motor del autobús, los postes viajando a toda velocidad hacia atrás, alguna casa de palmas entre las tierras llenas de vegetación, caminos entre peñas, luego el sueño regresó y lo sumergió en él arrullado por el ruido del motor y el vaivén que producen las suaves curvas de la carretera. -¡Tamales de camarón! ¡Tacos, tacos de canasta! ¡Empanadas de piña y cajeta! ¡Elotes asados! ¡Fruta fresca, fruta!- Bravonel despertó, estaban en el crucero de Acaponeta, le dió un trago a a la botella de agua y mientras bajaba y subía pasaje, tomo unas fotos desde la ventanilla del autobús, luego el vehículo arrancó, una hora lo separaba de su pueblo, tomaron otra vez la autopista y en media hora estuvieron en Rosamorada, a las nueve y veinte estaban en la caseta de Ruiz, Bravonel bajó del autobús y caminó buen trecho hasta donde estaba un taxi bajo un frondoso tabachín, lo abordó y enfilaron hacía el poniente, a lo lejos se veía en azul el cerro de Peñas, pasaron Tijuanita, el Puente de los Limones y en unos minutos estaban en el Jardín de las Madres, Bravonel tomó unas fotos del Comisariado Ejidal, del viejo Hotel Barrón, el puente sobre las vías y el edificio de La Estación en plena remodelación y oliendo a madera y enjarre, pasó por el túnel dónde hace mucho estuvo el puesto de mariscos del «Patero» Félix Ocegueda, en dónde refiere el profe David Cibrián Santacruz, que estaba el árbol de hule con corazón de acero, caminó hacía el mercado, recordando que por ése trecho estaban el Restaurant El Trébol, dónde el Gringo su dueño, reclutaba cortitas para iniciarlas en el negocio de «acostatices», porque su negocio, de restaurant sólo tenía el nombre, era cantina disfrazada, enfrente estuvo la Farmacia de don Toño Valdéz, su esposa y un hijo que siempre andaba eufórico, según dicen, por algunos medicamentos prohibidos que le sustraía a su papá, por allí hubo una peluquería de un señor al que le decían Piano, su nombre era Cipriano, así continúo hasta el famoso Sitio Mercado, dónde tenía su carreta don Juan El tejuinero y su hija Amalia, allí en esa esquina era la farmacia de don Clemente Salazar, en contraesquina la otra farmacia de don Mario Delgado, la esquina del cine Sonora ( luego Edén) y la otra esquina, la actual papelería y mercería de don Panchito, luego dobló hacia el sur, a la esquina donde estaba la cantina de El Imperial, el rico aroma a tacos sale de un remolque donde Adán el Taquero, hijo de Ramiro de quién heredó el negocio, atiende su clientela, Bravonel se sentó pidió tres tacos y un vaso de agua, después de saborear el rico manjar, pagó y se dirigió al atrio de la iglesia, allí dónde está un hombre lustrando zapatos, tomó algunas fotos y se dirigió hacia la plazuela principal, su destino era la calle Amado Nervo, donde vive su sobrina, llegó y saludó y luego de cargar un rato el celular retornó a la calle México, su deseo era tomar fotos de los antiguos adoratorios de Baco, los centros recreativos en la época de la bonanza ferrocarrilera del pueblo.
Pronto estuvo allí y en efecto, presas del deterioro y abandono de los años, allí estaban las cantinas El Bucanero, El Bahía y El Pirul, que actualmente es la única que da servicio, Bravonel tomó unas fotos y luego se dirigió hacia la puerta del Bahía que lucía muy deteriorado y al parecer las hojas de vieja madera estaban entreabiertas, se asomó por la rendija y pudo ver una cantina en ruinas, con maleza en dónde habían estado los baños y la cocina de aquella cantina que un día luciera un piso trapeado, brillante y con olor a pino, una barra, unas mesas cuadradas con unos cómodos equipales tejidos de caña de otate y vaqueta, una rockola con música, la mayoría de tríos y mariachi y detrás de la barra, la hielera de la cerveza llena de botellas color ámbar, muchas cajas amontonadas y Fermín Morales pulcramente vestido, con un paño de franela en la mano para limpiar las mesas antes de servir cada ronda de la refrescante bebida. Bravonel no pudo resistir la tentación de ver aquel lugar que inspiró su historia de «La camisa de bolitas», allí de dónde una lejana noche salió inexplicablemente con el cuello su camisa manchada de carmín y le valió un gran disgusto verla hecha jirones en el lavadero de la casa de su mamá, allí estaba la rockola destrozada, algunos discos todavía estaban dentro de ella, otros estaban esparcidos por el piso, hechos añicos, el inmueble apestaba a orines y excrementos, a leguas se veía que los transeúntes lo habían convertido en baño público, en la pared había un calendario, un oficio de algún requerimiento estaba pegado, la persiana de madera mostraba el nombre del negocio, un pequeño cuadro con la imagen de San Martin Caballero enmarcado y pálido por los años y el abandono estaba tirado a un lado de la barra, Bravonel lo recogió, lo envolvió en una bolsa de plástico y lo guardó como un recuerdo de aquel triste lugar donde muchas décadas atrás diariamente abundaba el barullo, las risas de los parroquianos, las mujeres que iban y se ganaban unos pesos tomando cerveza como damas de compañía de algunos de los clientes, donde muchas veces vió entrar a los mariachis, el trío de Los Barbosa, Lázaro y su mandolina y Tomás el acordeonero y tantos músicos que también se ganaron la vida alegrando el momento. Bravonel salió de aquel lugar y se hizo muchas preguntas que todavía no se contesta, la respuesta se quedó en esos muros destruídos por el abandono y el paso del tiempo, no ha habido oportunidad de regresar para indagar que fué de la antes próspera cantina, de su dueño, porqué no florecieron en distinto giro, en fin; esperemos que ésta pandemia que nos sorprendió y nos limitó los viajes a nuestra tierra, ceda terreno y nos permita regresar, caminar sus calles otra vez y llenarnos de la energía que irradia ése pueblito mágico y apacible que vive a las faldas de la Sierra del Nayar. ©Bravonel