LOS OLVIDOS DE BRAVONEL

 «La muerte llegó a la cantina»
Hay frases que se quedan en la memoria de un pueblo por lo ocurrente e ingenioso de sus creadores que les imprimen ese personal sello y hasta acento y ademanes, el pueblo de Bravonel no exenta de tal particularidad, tiene lo suyo y desde que tiene memoria, en el mercado por ejemplo, estaba el chino Marcos que vendía atole de coco tipo flan y que muchos lo conocimos como atole tonto que el oriental ofrecía como; «Tole, tole»
El Wala era un hombre flaco y alto, de cara afilada y que la gente decía que era guatemalteco y ofrecía unos camotes cocidos con sal y que pudieron ser los tubérculos de la yuca y que él les llamaba «walacamotes», y esa era su frase, seguida de «huevos de pato y pata» y cuando le preguntaban el precio, decía: «se sentó a llorar» que significaba; sesenta centavos, estaba el gelatinero que gritaba; «hay gelas vitaminas, gelas vitaminas» y después de un tiempo pertinente maliciosamente cambiaba la frase por; «me quedan cinco gelas, me quedan cinco gelas», en el barrio de Bravonel, estaba don Chuy el Elotero que en una carretilla cargaba con la tina de elotes, salsas y limones y gritando: «Elotésssss, aquí me ando, me ando» y el grito de Juanito el cacahuatero y su «ruido, ruido… ruido, ruido». Frases ingeniosas, con cierto humor y razgos de artesana mercadotecnia que dejaron hasta cierto punto un buen sabor de boca, salvo tres excepciones: la del gelatinero y el elotero que un buen día fueron requeridos por el bando policiaco y de buen gobierno del pueblo por relajar la disciplina y las buenas costumbres uno por andar «miando, miando» y el otro porque le quedaban «sin cogelas», y la tercera que relataré enseguida, Bravonel no recuerda si después del artero ataque a la libertad de expresión a dichos vendedores por parte de las fuerzas del orden público, volvieron a utilizar su «slogan» o lo cambiaron por otro, pero si queda claro que a veces lo que resulta gracioso para unos,  a otros les puede molestar y hasta ofender y cuando media la ofensa a veces culmina en tragedia, como el caso que se narra a continuación. Corrían los 60s y en una de las cantinas más concurridas por su estratégica ubicación que era el centro del pueblo en una de las esquinas de la calle México, a una cuadra de la estación, frente a una Licorería, cerca del congal de la Negra, estaba a la pasada de la gente que venía del barrio de Tijuanita y la que bajaba de la sierra, las cantinas eran sólo de venta de cerveza y vinos, la botana era proporcionada por vendedores, de cacahuates, tamales, empanadas de camarón y huevos cocidos con salsa, sal y limón, a lo más. «El Huevero» era un hombre alto, bien dado, blanco, de unos cuarenta años, siempre limpio, bien vestido de huaraches de correa y sombrero, su herramienta de trabajo; una canasta llena de huevos cocidos, limones, sal, salsas, cebollas y platos desechables de cartón, una tabla para picar y tremendo cuchillo para preparar los huevos en rebanadas, que aseguraba muy bien en su funda de cuero fajada al cinto, cuando la cantina estaba en su apogeo lleno de clientes las persianas se abrían de par en par mientras que su firme y fuerte voz se escuchaba hasta el último rincón del centro recreativo; «Aquí están los huevones, aquí están los huevones».

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